viernes, 27 de febrero de 2009

Infierno angelical.

Ruth se despierta mientras va anocheciendo, está algo mareada, su rostro pálido, el ardor en la garganta y la sensación de sangre espesa no le permiten pensar con claridad.
El viento golpea las maderas sueltas de la persiana en diagonal contra su ventana, los golpes son insoportables y se tapa las orejas mientras se levanta lentamente de su cama. Hay olor, no es el vomitivo olor a humedad del fondo de su placard, ni el penetrante y ácido hedor de la bolsa de basura que no ha sacado al pasillo. Deambula por su monoambiente como un sabueso viejo y sin olfato, como un perro rengo, busca entender lo que sucede pero no puede sostenerse, el cuerpo le pesa, mucho, retroceden unos pasos lentamente y se desploma en la cama. Siente asco, cansancio, confusión. Intenta repasar la noche anterior pero está demasiado cansada. Se acuesta intentando que se aquieten las paredes, o el techo, que deje de moverse el piso o que termine esa sensación irritante, irreconocible. Intenta levantarse, pero se va hundiendo cada vez más profundo en el hueco de su colchón ardido, hasta sentir que sus huesos se aplastan contra las maderas, abraza la almohada sintiendo frío, sueño, mucho sueño.
Aún conciente se da cuenta que el aire no es suficiente, intenta abrir la ventana pero su brazo apenas se mueve, le arden los ojos las lágrimas amargas mojan las sábanas, el aire no alcanza; en un esfuerzo aún mayor intenta tomar el teléfono de la mesa de luz para pedir ayuda, llega a tantear apenas el aparato y toma un cable que recorre con los dedos hasta encender el velador. En segundos un estallido se convierte en una bola de fuego.
Esa tarde había puesto la pava para tomar unos mates, no logró darse cuenta que el agua hirviendo apagó la hornalla mientras ella se dormía.
La explosión se tragó a Ruth como se tragan las ciudades a los miserables.

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